Los seres humanos a menudo sorprenden con su violencia. El impacto que ésta produce cuando se conoce directamente o a través de los medios de comunicación, hace sufrir a algunos y a otros, disfrutar en forma morbosa, sin que siquiera tengan conciencia de ello. Esa es la razón por la que se informan en la televisión y los diarios, hasta los últimos detalles de los crímenes más horrorosos, cuyo sólo anuncio nos deja atónitos.
Los episodios últimos de la guerra en Oriente Medio muestran los extremos a los que se puede llegar en una confrontación en que el fin parece, a los involucrados, justificar los medios. La muerte masiva de niños produce repulsión a cualquier persona bien inspirada al igual que la de tantos otros inocentes que viven allí o están en misión de paz, para buscar una solución al conflicto.
Además de la confrontación entre países, existe también la guerra permanente entre las personas, con similares horrores. Escuchamos las noticias nacionales y conocemos casos de padres que violan y matan a sus propios hijos. De adultos que disparan a niños de dos años. De torturadores que encuentran justificado su oficio.
¿De qué monstruosa sociedad estamos hablando? ¿Quiénes somos realmente?
La violencia que en otro contexto social, tal vez se usaba como una forma ancestral de defenderse frente al ataque de animales, hoy se fomenta para favorecer diversos intereses económicos, a través de las series de televisión, las películas y juegos de niños. Y en cualquier momento da sus frutos. Los pequeños que gustan del combate y la guerra, tienen su agresividad desarrollada y lista para proyectarla, como adultos, en la sociedad. Por otra parte, las torturas que algunos aprenden en escuelas militares como algo permitido para hacer hablar o castigar al “enemigo” se transforma en realidad cuando hay conflictos y se usan para demostrar poder y descargar cualquier rabia. De estas terribles prácticas se toman hasta fotografías, no sólo para denunciar los hechos sino para que otros disfruten observándolas.
Basta mirar las entretenciones que los adultos proponen o permiten a sus hijos, especialmente a los varones, para comprender en qué mundo estamos. A ellos se les regalan armas de juguete, series guerreras o cualquier otro objeto que sirve para dañar a los demás y se les deja entrever que si no los usan no son hombres. Deben ser héroes de guerra, personajes capaces de golpear bien y matar a otros, si es necesario. Eso es lo más importante para pertenecer al género masculino.
Como sociedad deberíamos detenernos y repensar estos juegos. Sería conveniente escoger actividades más positivas y eliminar estas prácticas desde la primera infancia. Ya está bueno de seguir en eso. Hay que hacer algo por contribuir aunque sea con un gesto puntual, al término de este mundo violento en que todo se hace por la fuerza, la imposición y el poder de unos contra otros. Esta sociedad en que cualquier signo de tolerancia, paz o amor se considera “debilidad” y sólo se desea en Nochebuena.
Comencemos a contribuir a la paz. Tomemos conciencia de lo monstruosos que somos los seres humanos. Tratemos de aportar en nuestro entorno inmediato, aunque sea una acción diaria, que revierta este proceso. Una acción de amor, de no violencia, de incentivo a vivir en paz.
Puede parecer ingenuo, pero todas las grandes acciones empezaron así, por lo que unos pocos hicieron. Lentamente, la masa crece y se llega al punto crítico en que la situación se revierte. Intentemos contrarrestar esos impulsos que todos tenemos y nos conducen a la guerra: en el trabajo, el hogar y la comunidad.
Aunque siempre existirán seres y hechos violentos, las cosas pueden a futuro ser mejores: si cada uno se transforma y fomenta el cambio; si no pedimos a otros ejercer el autoritarismo, el de “golpear la mesa”; si construimos una sociedad en que se respete a los demás, de esas que algunos consideran “débiles” y que son las únicas realmente fuertes, estables y generadoras de paz social.
La violencia sólo fomenta respuestas igualmente duras y desata una espiral sin fin, que perpetúa la desgracia humana. Canalicemos la necesidad de lucha, propia del hombre, hacia fines que favorezcan la paz y no hacia aquellos que la destruyen.
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